Son las 12 de la mañana de un domingo cualquiera en el sur de España. Salgo de casa con la ilusión de ver jugar y ganar a mi equipo en el primer bar que encuentre el fútbol puesto. Nada más pisar un escalón me encuentro con una vecina que directamente me pregunta que a dónde voy, en el descansillo dejo pasar al vecino del cuarto que viene de comprar churros a la esposa; su atuendo dominguero corresponde al de cualquier dependiente de el Corte Inglés en su día de descanso, así que mejor me ahorro lo absurdo de la estampa. Al salir por la puerta, los niños de otros vecinos tienen toda la entrada del bloque obstaculizada jugando al parchís, sin que se inmuten, y bajo la atenta mirada de una de las madres, piso sorteando manos y pies. Al salir a la calle, los casi 30 grados auguran un día de domingo antológico.
Cuando tuerzo la esquina me encuentro con otra vecina, pero dentro del coche. Al parecer, la pobrecilla lleva media hora pitando porque alguien le ha dejado el coche en doble fila con la velocidad metida. Tras rogarle algo de paciencia, me dirijo al paso de peatones, y por variar, soy yo el que se tiene que parar para dejar pasar un Seat León que viene a 80 km/h por una zona residencial con la música a toda hostia. Al cruzar la otra acera, veo que el autobús no puede acceder a la parada porque hay tres coches aparcados en la misma, y por tanto, el chófer tiene que parar en mitad de la carretera de un sentido para recoger a los pasajeros; otro Seat, en este caso una Picasso, nada más llegar al autobús, comienza a pitar sin consideración alguna. Tras respirar profundamente me paro en el primer bar. Son las 12:05, y el fútbol ha comenzado. En la terraza del bar hay cinco mesas ocupadas. En tres de ellas sólo hay mujeres, mujeres que supongo serán de los hombres que dentro están viendo el fútbol. Casi todas tienen una cerveza encima de la mesa, un cigarro en sus manos, y un niño de corta edad correteando a lo largo de la calle peatonal bajo la única mirada de una vieja que curiosea en la terraza de arriba del bar. Entro en el bar, y la atmósfera no puede ser peor. Desde tan temprano, las cervezas se piden de tres en tres, la máquina del tabaco echa humo, y mis ojos me piden que nos marchemos de allí a toda prisa. Además, os hooligans sólo saben decir gilipolleces, ocupando todo lo ancho y largo del bar, fumando y bebiendo por su Betis. Ante semejante agobio decido marcharme de allí a toda hostia, no sin antes tirar al suelo a una niña de unos 4 años que en ese momento pasaba por allí con una DS. Rápidamente la levanto del suelo, con la consiguiente mirada asesina del padre que ni se mueve a ver a la niña no vaya a ser que le quiten su privilegiado sitio en la barra. Para eso le da una voz a la parienta, que se levanta con desgana, para darle un beso a la niña y decirle al marido que pida otra ronda, que está seca. Aún no son las 12:10. ¿No estábamos en crisis?
Al ir a otro bar, me encuentro por el camino un grupo de canis sentado en un banco fumando porros en la entrada de un bloque, con más niños revoloteando por todos lados y la gente que van y vienen a todas partes; es un barrio lleno de vida, sí. Al entrar en el otro bar, la escena no dista mucho de la del otro, pero en este caso, el tugurio es mucho más cutre, y hay un par de huecos en la barra. Así que en uno de ellos me apalanco, que el Betis lleva ya 20 minutos de partido y aún no he visto nada. Desde mi posición podía controlarlo casi todo (menos al muy cabronazo del árbitro) Veía a una mujer en babuchas y pijama de verano paseando al perro, el cual, bajo la complicidad de la dueña, se detiene en mitad de la calle y empieza a cagar delante de los niños que jugaban alegremente por todos lados; la señora no se digna a recoger la mierda del perro. Una niña de unos 11 años está hablando con unas amigas de su edad, comiendo pipas y escupiéndolas al suelo; otra de ellas tira al suelo el paquete de tejitas, como quien no quiere la cosa. Los canis que fumaban atienden, sin inmutarse, la llamada de la madre de uno de ellos que desde el balcón del cuarto le pide a grito pelao que suba el pan, a lo que éste le contesta, con el porro en la mano, y sin camiseta, "que baje ella con tol coño". Risas. Dentro del bar, las imágenes no son menos preocupantes. A mi izquierda hay un grupo de cuatro treintañeros barrigones alopécicos comentando a voces las jugadas del partido y bebiendo cervezas por un tubo. La gracia es que uno de ellos tenía puesta una camiseta del Arsenal de mercadillo con la serigrafía de un tal "FABREGA". A mi derecha hay una pareja joven que se está tomando unas cañas y una tapa de bravas mientras discuten acaloradamente sobre dinero. El partido avanza, resulta un partido típico de la segunda: poco fútbol, mucho contacto, y nula calidad. Al descanso me marcho a llamar a un amigo para que me acompañe ante semejante panorama cotidiano. "No está, se fue temprano a la playa", dice una voz ronca de mujer a través del portero. Así que opté por volver al mismo bar a encarar con entusiasmo los últimos 45 minutos del partido. Al volver, escucho las voces de una mujer que le gritaba a su hija que se levantara del suelo, que estaba harta de ella y que se comportara que era domingo. ¿Todo eso es capaz de procesar una niña de tres años, a voces y con cara de mala hostia?
El partido avanza, y como todo en la vida, acaba. Termina en tablas y yo que me marcho de allí pagando mi consumición. Al volver a casa para vestirme, todavía me da tiempo de ver a un tipo aparcar el coche de tal modo que en vez de ocupar su sitio correspondiente, ocupa dos. Hay que ser insolidario y tener la cara dura. Me vuelvo a encontrar con la vecina cotilla de antes; está dejando la basura en el suelo en vez de meterla en el contenedor, y yo, que paso por su lado, lo veo algo normal, como todo lo anteriormente descrito. Son acciones cotidianas, para nada exageradas, que han ocurrido a mi alrededor durante la disputa de un partido de fútbol en un barrio cualquiera del sur de España. Luego no se extrañen de las noticias que salen de alumnos que menosprecian al profesorado, o de padres que defienden a sus hijos por encima de todo. En ésto que les cuento radica el problema. Si lográsemos acabar con toda ésta chusma indolente, caradura, chabacana, borracha, hipotecada, desconsiderada y mil adjetivos más que ustedes les quieran poner estoy convencido que saldría un país bastante más próspero, y lo que resulta primordial: más educado. Con educación y respeto se va a todos lados, incluso a pedir el subsidio correspondiente.
Fuente:
Foro ACB